Hoy es invierno verdadero: gélido, distante y frígido. Se percibe la nevada.
Poco a poco los bellos copos que tanto gustan a los artistas caen sobre el
bosque de los sorprendentes como si de flores de cerezo se tratase.
Cinco centímetros por segundo, lentamente y con
calma, atiende a las leyes de la gravedad aquel copo microscópicamente maravilloso.
Su ondeante, tranquilo, plácido descenso transmite calma y provoca leves
temblores en el aire, interferencias en el viento, música en el frívolo
silencio.
Su vida es belleza. Nace congelado y muere
derretido. Nace de la vida y la vida de una congelada y geométrica estructura formada
por cristales de hielo.
Dentro de pocos segundos rozará algún árbol,
decidirá morir allí y allí fenecerá. Son pocos los segundos de originalidad en
algo tan diminuto. Un sonido
sinfónico habrá llegado a su fin mientras tantos otros millones de nacimientos
brotarán del cielo grisáceo.
Resplandeciente instante el nacimiento en soledad.
La sinfonía sucede en el bosque de los sorprendentes el cual sólo los
sorprendentes pueden conocer. Entre esos árboles las hojas no se han dado por
vencidas durante todo este tiempo, se sostienen en invierno como si la
primavera no las olvidase desde su floreada tumba.
¡Chispa!
¡Chipa!
Chispea la hoguera. Los viajeros sin meta concreta arropados con
hilos apagados destellando sosedad observan con sus ojos las llamas que
intentan corromper, derretir la nieve, hacer insignificante la fuerza de las
diminutas hojitas verdes que le sonríen y dicen:
- No nos alcanzarás y nosotras
podemos hacer que llueva ¡Cuidado con las hojas eternas del amor!-.
Así
los viajeros pese a su simplicidad entienden que deberán marchase cuanto antes,
que lo mortal es una mera hormiga en ese lar.
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